TRASHUMANCIA
Monólogo inspirado los mitos de la Creación Selk´nam y Mapuche.
Una hija huérfana, sola en la inmensidad de la nada evoca su historia y a su creador.
LA MUJER LUNA:
Mi piel emite el color de la luna.
Mi ira crece con el recuerdo de mi padre desprendiéndose de mí.
Pronunció una palabra indescifrable y desencadenó mi descenso.
Me precipité en una caída que duró un universo de lluvias.
Penetré la oscuridad.
Penetré las sombras inertes.
Penetré el silencio que cristaliza los vacíos magnánimos.
Penetré el arco etéreo, aún desprovisto de estrellas.
Ante mis ojos desfilaron innumerables secuencias cíclicas y verticales de fluidos crepusculares, elipses concéntricas, opacidades convulsionadas y estruendos atronadores.
Caí pesadamente en el centro de un gran círculo, un espacio plano, único e infinito.
Floté en medio del fuego líquido, y me pareció que la creación de mi padre era un engendro desordenado e imperfecto.
El omnipotente, el que todo lo sabe, el que todo lo hace, me había arrojado torpemente al centro del desorden y la hostilidad.
Huérfana, expuesta y vulnerable, observé como mi piel se teñía de rojo.
Deseé devorar a mi padre y lavar mis impurezas con su sangre.
Mi piel se escamó, y de cada escama surgieron múltiples plumas de todas las formas, texturas y colores. Mi plumaje empezó a elevarse, siguiendo el ritmo de mi respiración agitada. Ascendí por sobre el mar, incluso por sobre el viento, en todas las direcciones, pero no logré reconocer su rostro.
Desplumada, con la boca seca y los pechos doloridos, empecé mi segunda caída.
El derrumbe inevitable me condujo al centro de un círculo de agua y otros elementos indefinidos.
Entones volví a escuchar la voz de mi padre. Me ordenó que caminara hacia el origen de la sustancia.
Caminé durante ciclos eternos si reposar. Mojándome con cada lluvia, entumeciéndome con cada helada y reviviendo con cada floración.
Presencié el nacimiento de cada una de las estrellas.
Caminé sobre piedras, arenas y cenizas hasta que mis pies sangraron a borbotones.
De mis heridas surgieron el odio y la destrucción.
Recién entonces comprendí que estaba desnuda.
Unté mis manos en mi propia sangre y teñí mi cuerpo de rojo, mi piel enrojecida por segunda vez. Mi rostro rojo, desfigurado por el hambre y el cansancio se reflejó en el agua, causándome primero curiosidad y después repugnancia. Tomé cortezas de un árbol y me cubrí con una gran máscara.
Seguí caminando, y casi sin fuerzas llegué hasta un rincón donde oriné.
A pesar de mi impotencia y padecimiento, persistí en mi senda hasta retornar al punto inicial.
A mi paso habían crecido hierbas, quebradas, flores, montañas y todas las tierras necesarias.
Me sumergí en el fuego líquido, y volví de las profundidades, transfigurada e irreconocible.
Sola en la inmensidad de la nada y del todo empecé a dibujar uno a uno todos los signos del lenguaje.
De mi boca surgieron primero palabras, luego insectos, luego pájaros y finalmente mariposas.
Todo se había llenado de vida, adquiriendo sentido y unicidad.
Mi padre recompensó mi obediencia y colaboración enviándome un ser con quién me apareé y poblé la tierra.
Era una fuerza escamada, grumosa y gris, que se escondía detrás de las piedras, tomando su color y camuflándose en ellas.
Tenía la capacidad de retener a las aguas y ahogar a nuestros hijos.
En las noches de calor excesivo, se adhería a mí, como a un tronco:
Desarticulando mi rigidez.
Salando mi piel.
Acariciando mis muslos, humedeciéndolos.
Penetrándome repentinamente, y volviendo a salir exuberante para aglomerarse en montones que se enroscaban en mis tobillos asimétricamente.
Desde ahí, elegía a algunos para tragarlos, mientras los demás empezaban a subir cadenciosamente otra vez.
Durante algunas eras fue así.
Una noche mi madre se eclipsó y mi piel dejó de emitir su color.
Recordé a mi padre.
Recordé la palabra con la que desencadenó mi descenso.
Me enfurecí, reí con envidia y la pronuncié.
Todo se cubrió de fuego mientras me encumbraba.
Me deleité con mi gran exterminio.
Yo era el origen y el fin de todas las cosas.
Mi padre comenzó a hacer llover.
Todo se inundó, pero el fuego siguió elevándose.
Enaltecida, seguí acercándome a mi padre, incluso casi pude vislumbrar su rostro, pero me cegó arrojándome mi propia piel ensangrentada, con la que me cubrí antes de empezar a caer por tercera vez.
Me precipité en una caída que duró un universo de lluvias.
Penetré la oscuridad.
Penetré las sombras inertes.
Penetré el silencio que cristaliza los vacíos magnánimos.
Penetré el arco etéreo, aún desprovisto de estrellas.
Huérfana, expuesta y vulnerable, observé como mi piel se teñía de rojo y se disponía a trashumar.