Con toda la nostalgia posible
A ratos el fulgor disminuye y a ratos se intensifica, pero está ahí.
Esta mañana estabas ahí ... ibamos en un bus o en algún otro transporte público de techo descubierto.
El viento nos despeinaba y tu sonreías sin motivo alguno, por el simple placer de hacerlo.
La luz se estaba apagando lentamente, era el atardecer de otro domingo de otoño a punto de terminar.
Recorríamos Santiago, pero de alguna manera tenía el sentimiento vago de que estábamos en alguna otra parte.
La luz dorada del atardecer entibiaba lentamente nuestra piel, y nuestras sonrisas.
Yo te hablaba de ir al cine, y tu reías mirándome fijo a los ojos, pero no contestabas nada.
Nunca un sí, nunca un no.
En silencio me mirabas y sonreías.
Llegábamos a una esquina ... no a un nudo, donde confluían varias avenidas, y ahí descendíamos corriendo, y de la misma manera, a toda velocidad entrábamos a una plaza amplia rodeada de pórticos de estilo medieval.
La plaza estaba vacía, salvo las esculturas ecuestres, nadie nos acompañaba.
Al interior de la plaza cesaban todos los ruidos de la ciudad y nos sumíamos en un silencio casi absoluto, desconcertante, que sólo era interrumpido por el sonido de tu risa amplificándose.
Con el índice yo te hacía un gesto, para que te quedaras calladito. Y cuando asentías y te quedabas mirándome con cara de pregunta yo te cantaba con toda la nostalgia posible (para nuestra incipiente amistad) un pedacito de una canción de Páez. "Y hoy que los huesos crujen por las humedades, tu sonrisa inolvidable me hizo tanto, tanto bien".
Mi canto era interrumpido por el metálico sonido de tu teléfono celular, y yo me quedaba inmóvil, totalmente atenta, esperando saber si tu atenderías o no esa llamada
En ese momento eterno me sentí peligrosamente vulnerable. Y una voz desconocida que nacía desde mi centro, me decía en susurros "sabes muy bien que te estás entregando"...